encontrar natural su actitud, y por asombrarnos si
ocurre á algún ingénuo lector mentar la grave res-
ponsabilidad de los actores del manoseado drama.
Pero para ello sería menester, por lo menos, que los
avasallara una pasión irresistible, de esas que embar-
gan, matan toda reflexión, subyugan... y explican,
aun cuando no excusen.
Pero en Apariencias no hay tal.
El problema planteado por el novelista es senci— llamente aterrador. No hay sofisma bastante á excu- sar lo inexcusable.
Se trata de un anciano, que ha sido la encarnación misma del caballero, y un joven que le debe la vida, su carrera, todo. Es el vínculo filial perfecto, salvo el accidente del nacimiento. Y ese hijo adoptivo, en esas condiciones, comete adulterio con su propia ma- drastra, escarneciendo el hogar de su protector con un incesto inmoral que clama al cielo venganza. Y ese hijo adoptivo durante meses enteros se dá cuenta del resultado fatal, prevé el adulterio incestuoso, analiza su situación, y, hábil abogado, emplea todas las chi- canas forenses en disculpar la falta futura. Y durante esa larga elaboración, la pasión de aquel hombre le permite darse lúcida cuenta de sus ventajas y des— ventajas, y estudiar el punto como estudia un pleito en su bufete de abogado. Y durante ese largo tiempo,