una obra el alma misma del artista, cuando trabaja á la par de la mano.
Juzgar este Salón con el criterio de los críticos de arte que aprecian un Salón de París, es caer en un grosero contrasentido, porque es equiparar dos sociedades en polos opuestos, suponer idéntico el ambiente intelectual de ambos centros, tan afinado y refinado el gusto y el criterio en uno como en otro punto.
Si para el par de millones de almas que viven en París, veinte mil pintores trabajan con afán, y en cada Salón al aceptar unos tres mil cuadros, hay que rechazar siete mil, ¿qué se dirá de Buenos Aires, cuyo medio millón de habitantes encierra apenas una cincuentena de pintores, y en cuyo incipiente Salón apenas se ha reunido un centenar de telas, muchas de ellas ya de algunos años de existencia?
Y para esto mismo el Salón del Ateneo ha tenido que desplegar una amplia tolerancia : ha aceptado no sólo obras viejas á la par que nuevas, sin contar con que entre ellas hay buenas y bastante malas, sino que ha aceptado artistas profesionales y simples aficionados, sin contar con los artistas dilettantes que forman una categoría intermedia.
Cuando hablábamos antes de la condición de los artistas entre nosotros, es entendido que nos referi-