á invocar argumentos que hieren en lo más vivo el amor propio de los súbditos.
Después de explicar las causas que á nuestro entender pueden haber movido el ánimo del Emperador, queda otra duda por aclarar. ¿Cómo han mostrado tanta repugnancia á seguirle por nuevos caminos, muchos Diputados que siempre hablan sido fieles á su política?
Para dilucidarlo es necesario que fijemos por un momento la vista en sucesos pasados, y sobre todo en la grave crisis que atravesó la Francia al pasar en 2 de Diciembre de 1851 de la república á la presidencia vitalicia, para llegar poco después al imperio. En aquel gravísimo trance no todos tuvieron confianza en los medios empleados; aun entre los más resueltos á salvar la sociedad de los abismos á cuyo borde la pusiera la revolución, hubo muchos que quisieron llegar á la consolidación del orden público por vias legales y parlamentarias; también contra estos fué preciso combatir en los dias del golpe de estado. Tuvo, pues, el nuevo Gobierno que proceder involuntariamente por eliminación, al organizar las nuevas Asambleas políticas. En cuanto á los servicios públicos, no ocurrieron grandes dificultades: la magistratura, los empleados de la administración, la marina, el ejército, con excepciones poco numerosas, aunque importantes si se atiende á la calidad de las personas, se mostraron como siempre dispuestas á prestar su cooperación al Gobierno que por conducto de los plebiscitos habia obtenido absolución de su origen, y aprobación general de los ciudadanos. Sin que el jefe del Estado pudiera remediarlo, la organización de las Asambleas políticas hubo de tropezar con mayores inconvenientes, porque de ellas no solo los resueltos partidarios de la república, sino los amigos del sistema parlamentario, los oradores notables, los prohombres de los antiguos partidos, quedaron alejados y excluidos. No pudieron pues, tomar asiento en el Senado y Cuerpo legislativo de los primeros años los republicanos de la víspera ni aun muchos de los del dia siguiente, ni legitimistas intransigentes, ni otros como M. Berryer á quienes no asustan las prácticas de una libertad pacífica y razonable: ni los orleanistas