ya verás, aullaré por las calles. Quiero volverme completamente loco de rabia. Jamás me muestres joyas, pues me arrastraría y me retorcería sobre la alfombra. Mi riqueza la quiero toda manchada de sangre. Jamás trabajaré...» Muchas noches, mientras me poseía, revolcándonos en el piso: ¡yo luchaba con él!— Y al anochecer, ebrio a menudo, se apostaba en las calles o en las casas para darme un susto de muerte. —«De verdad que me van a cortar la garganta; será tan asqueroso». ¡Oh, esos días en que le gusta pasearse con aires de criminal!
«A veces habla, en una especie de dialecto enternecido, de la muerte que nos hace arrepentir, de los desdichados que sin duda existen, de los trabajos penosos, de las partidas que desgarran el corazón. En las pocilgas donde nos emborrachábamos, él lloraba al pensar en aquellos que nos rodeaban, rebaño de miseria. Levantaba del suelo a los borrachos en las calles oscuras. Sentía la piedad de una mala madre por los niños pequeños. —Luego se iba mostrando gentilezas de niñita en el catecismo.— Fingía estar enterado de todo, comercio, arte, medicina. —¡Y yo lo seguía, que más podía hacer!
«Veía todo el decorado de que, en su mente, él se rodeaba: vestimentas, paños, muebles; y yo le prestaba armas, otro rostro. Veía todo lo que lo conmovía, tal y como él hubiese querido crearlo para sí mismo. Cuando me parecía que su espíritu estaba inerte, lo seguía, lejos, en extrañas y complicadas acciones, buenas o malas: aún estando segura de que jamás podría entrar a su mundo. Junto a su hermoso cuerpo adormecido, cuántas horas nocturnas pasé en vela preguntándome por qué deseaba tanto evadirse de la realidad. Jamás hombre alguno tuvo deseo semejante. Reconocía que él —sin temer por su causa— podía llegar a ser un serio peligro para la sociedad. —¿Tal vez posee el secreto para cambiar la vida? No, no hace más que buscarlo, me contestaba yo. En fin, su caridad está hechizada y soy su prisionera. Ninguna