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RUBEN DARIO

y ociosa para que el orador sublime compusiera con despacio sus cosas eternas.

Pero los pueblos no son generosos sino con sus amos. Con sus libertadores, nunca. Para éstos el bronce postumo, el catafalco monumental que tampoco les otorgarían si con eso ellos mismos no se glorificaran. Para el amo, la sangre, el oro, el honor y el provecho en vida, el sufragio, la adulación. ¡Y eso se llama o se cree soberano!

Ah, si los pueblos no tuvieran el dolor, el dolor que aun a las bestias ennoblece, no merecerían sino desprecio. Su amor y su odio constituyen, pues, la misma cosa insípida para el hombre libre. Su justicia nunca llega cuando debe llegar; y así, conforme a la intención profundamente amarga de la leyenda, lo que glorifica al héroe y al dios es morir crucificado.

Esto que hacemos ahora es, pues, por nosotros mismos, no por el gran muerto que ya nada necesita, mientras nosotros necesitaremos cada vez más de él. La Argentina de su predilección debíale en esta forma un homenaje a cuyo favor recordáramos, por ejemplo, que él la inmortalizó, única entre las naciones de América, con un excelso canto: aquel canto del Centenario que es una erección de torres marmóreas y campanas de plata sobre la pampa de oro.

Mas he aquí que al fin es necesario callar; y que como si el silencio sobreviniente saliera de su tumba, entra recién en mi ánimo la certidumbre de su muerte. Pues suele ser que al principio de estos grandes dolores, un estupor de piedra me embota el alma: el muro de la muerte que se interpone. Y después, un día viene