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tierra rechazara sus pies encontrándole indigno de pisarla. No veía que Kolesnikov sonreía con la sonrisa bonachona de un hombre viejo.

—¡Vaya un gato!—dijo, con una risa leve.

¡Eso no era un gato, sino un verdadero profesor!

Pero Sacha no prestó atención a estas palabras, y continuó:

—Yo me pregunto: ¿Quién soy? Tengo diez y nueve años, he recibido cierta educación; hasta el presente no he conocido mujeres... pero todo esto no tiene importancia. A veces me siento un chiquillo; pero otras me parezco viejo, muy viejo, como si tuviera cien años, como si mis cabellos fueran ya blancos del todo... En suma, siento cansancio...

Cansancio de qué? ¡Yo no he trabajado aún!

—Es el pueblo quien ha trabajado—respondió Kolesnikov con tono grave, más bien solemne—.

De su trabajo es de lo que estás cansado, Sacha.

—Y de dónde procede mi angustia?

—También del pueblo. Su angustia es la que te hace sufrir. No hablo de sus dolores actuales, sino que pienso en los martirios pasados, en las lágrimas que ha vertido. Dices que tu corazón está triste? Pero si yo encontrara en Rusia quien no sintiera triste su corazón, le pegaría y le escupiría en la cara. Felizmente, no hay en Rusia un solo hombre que esté alegre. No ha nacido el hombre que no siente tristeza en el fondo de su alma.

—Basilio Vasilievich, ¡es usted un buen hombre!

—¡Pues naturalmente! No sólo bueno, sino bello, inteligente—dijo con ironía Kolesnikov.