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única en la noche negra, como un clavo brillante clavado en las tinieblas.

—Mira, Sacha—dijo Kolesnikov—. Hasta la luz parece servil. Tiembla sin cesar, no se atreve a mirar a las tinieblas cara a cara. Además bastará acercarse a la casa para pedir agua, por ejemplo, y aquella cobarde luz, llena de miedo, se apagaría inmediatamente. ¿Quieres que hagamos la prueba?

Sacha no quiso. Su cansancio aumentaba. Se sentaron al borde de un pequeño barranco, frente a la luz lejana, que adquirió un matiz amarillento.

Sacha encendió un cigarrillo.

—Es el último—dijo.

Después de un breve descanso se pusieron de nuevo en marcha. No hablaron más y cada cual iba sumido en sus propias reflexiones.

A la entrada de la ciudad preguntó Sacha:

—Vendrás mañana a verme?

—No, no volveré más a vuestra casa.

No dijo tu casa, sino vuestra casa. Sacha lo comprendió y lo aprobó. Se acordó de su madre. Y el pensamiento de su madre, a la que no había visto desde por la mañana y que le esperaba con angustia, oprimió su corazón con un dolor insoportable, casi físico. Por un breve instante todo aquello le pareció una terrible pesadilla; aquella noche, Kolesnikov, los sentimientos que se desbordaban de todo su ser y que ahora se agitaban como una bandada de cuervos asustados.

Por la ciudad anduvieron en silencio, dirigiéndose apresuradamente hacia el cruce de calles en