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estaba tan pálido y tan delgado, respondía que acababa de salir del hospital de una larga enfermedad.

El día de otoño era corto; pero a Yegulev se le antojó muy largo y aburrido; a veces la animación del mercado se le aparecía como una decoración de teatro pintada sobre un telón detrás del cual no había nada.

Pronto se ocultó el Sol detrás de los tejados; brilló algunos instantes en las ventanas de una taberna de tres pisos y se eclipsó definitivamente. Largas filas de carros abandonaban el mercado y regresaban a las aldeas. Los tenderetes colocados en fila sobre la plaza del mercado cerraron sus puertas y se oyó el ruido de los candados y de las llaves de hierro. Aquí y allá las ventanas se iluminaban y las luces iban haciéndose más claras a medida que descendían las tinieblas. Como vagones de tren que hubieran sido colocados unos encima de otros, los tres pisos de la alta taberna se iluminaron, y oíase en ellos la música vacilante de un piano mecánico.

La plaza del mercado iba quedando desierta. Sacha no podía ya pasearse por ella sin llamar la atención. Sentíase inquieto, turbado, como un ladrón o un hombre sospechoso.

Su angustia aumentaba a cada instante. No podía estar cinco minutos seguidos sin moverse, y cuando andaba recobraba alguna tranquilidad. Por su cabeza pasaban pensamientos confusos e inquietantes, como sucede, a veces, al viajero que se acerca a su casa después de una larga ausencia;