Pero en este momento se acercó Timojin, borracho, y se puso a su lado.
—¡Dos palabras, Sacha! ¡Mi querido camarada!
No me desprecies por haberme entregado al alcohol.
Ellos no lo comprenden, pero tú lo puedes comprender todo... y perdonarlo.
Y lanzando sobre el rostro de Sacha su aliento alcoholizado, añadió misteriosamente:
—Oye: todas las fuerzas de la revolución están rotas. No lo digo mas que a ti; sí, estamos aplastados.
—No bebas más; ¡eso es desagradable!
—Sacha, eres demasiado puro para comprender esto. ¿Has leído hoy el periódico? Entonces, ¿comprendes? Pero ¡silencio! Tú tienes confianza en Dobrovolsky, lo sé; pero haces mal, Sacha, ¡te lo juro! Todos ellos son unos canallas; los conozco a fondo. Oyeme, Sacha: ve al convento, como Ofelia, que yo... yo conozco mi camino...
Lo mejor era irse inmediatamente de allí; pero Sacha se quedó. Se sentó de manera que Eugenia Egmont no pudiera acercarse a él. Escuchaba distraído la conversación, en la cual percibió tres veces la palabra «pornografía», que en aquella época era nueva aún. Pronto la voz fuerte de Dobrovolsky atrajo su atención.
—No; dime: ¿por qué la revolución rusa tiene por himno una marcha fúnebre? Hay aquí tantos poetas, que sería muy difícil ahorcarlos a todos, y poetas de primer orden. Sin embargo, a ninguno de esos canallas se le ha ocurrido escribir La Mar-