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Página:Sainte-Beuve retratos de mujeres.djvu/137

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RETRATOS DE MUJERES 143

gunas águilas podrían decirle sus augurios. ¿Qué Sibila le podría contar el porvenir? ¡Ay! El mundo envejece, las noches se hacen más obscuras, y nosotros que llegamos tan tarde para ver cómo todo acaba. Nosotros, soñadores de un momento, que queremos asilos sin causar espectáculos amargos, en la Ciudad Eterna debe- riamos esperar tranquilos el declinar del Universo. He aquí de Cestius la antigua pirámide; hasta abajo se prolonga su sombra y muere en las tumbas. La noche se cubre en duelo, y luego explica la escena de desaliento sin voces ni antorchas. Como una cam- pana que vibra lejana, las copas de los pinos resuenan y lloran movidos por el viento. ¡Este es el solo ruido de la naturaleza! Se la creería moribunda, y entre estas tumbas yo soy el solo ser que vive. ¡Hora melancólica en la que todo pierde su color y que dice adiós al astro que luce! ¡Las estrellas no brillan en el cielo todavía y este es el espacio entre la vida y la inmortalidad! Mas cuando la noche se ilumina y nos llama con sus innúmeros ojos ardientes y profundos, el espíritu se encuentra en su puesto como fiel centi- nela, llama a su Carro que se halla en los horizontes lejanos. ¡Oh, noble Compañera! Tus ojos tan bellos como los de la noche me han encontrado a tiempo. Cuando la duda me embarga, recibo de ti verdad y sentimiento en un rayo sagrado. Aquel que en tu mano siente presa la tuya, ¿podrá desesperar nunca del Destino? Contigo nada hay grande que el bueno no comprenda. El camino agradable está cerca de las sierras. Tantos tesoros vecinos de que un pueblo se envanece, tientan a tu ingenio y festejan a tu corazón. ¡Déjame descubrir sus secretos en tus labios cuando el efluvio elocuente salga vencedor! De aqueilos de los tiempos antiguos y de estos de estas edades largo tiempo hablaremos, vengando a cada inmolado, y cuando entremos en el bosque de los piadosos y de los sabios al último a quien nos acercaremos será tu padre desterrado, tan firme y tan sereno, de tanta ternura para con el género humano por olvido de toda ofensa. Bendeciremos al que yo no he podidc conocer, pero que se me ha revelado en tu eterno duelo.

De regreso a Coppet, en 1805, y ocupándose de escribir su novela-poema, Madama de Staél no pudo vivir más tiempo lejos de este centro único de París, en el que había brillado y en el que aspiraba a la gloria. Entonces se ma- nifiesta en ella esa inquietud creciente, ese mal de la ca- pítal, que amengua sin duda la seriedad de su destierro, pero que traiciona la sinceridad apasionada de su corazón. Una orden de la policía la echó a cuarenta leguas de París y sin cejar, instintivamente, como la mosca se choca contra