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280 M. DE La ROCHEFOUCAULD

tener más pena que nosotros; divierte. Estos pensamientos, que en la juventud nos sublevaban como demasiado falsos o nos disgustaban como demasiado verdaderos, y en los que no se veía más que la moral de los libros, se nos aparecen por primera vez en toda la frescura de la novedad. Tienen también su primavera y al descubrirlos exclamamos: ¡Cuán verdad es! Hemos acariciado la secreta injuria y hemos saboreado el placer de la amargura. Este exceso puede en parte tranquilizarnos, y el entusiasmo por estos pensa- mientos es en cierto modo dejarlos atrás y el comienzo de la curación.

El propio M. de La Rochefoucauld, si nos es permitido hacer conjeturas, suavizó y corrigió discretamente ciertas conclusiones demasiado absolutas. Durante el tiempo que duró su unión delicada y constante con Madama de La Fayette, se puede decir que pareció abjurar de ellas, al menos en la práctica, y su noble amiga pudo felicitarse por haber reformado, o simplemente alegrado su corazón.

La vida de M. de La Rochefoucauld, antes de su enlace con Madama de La Fayette, se divide naturalmente en tres partes de las que la Fronda no ocupa sino la de en medio. Su juventud y sus primeros destellos datan de antes. Nacido en 1613, entró en la sociedad a la edad de dieciséis años. No había hecho ningún estudio, y no aña- día a su vivacidad de ingenio otra cosa que un buen sen- tido natural oculto tras una gran imaginación. Antes del nuevo texto de las Memorias descubierto en 1817, y que da sobre este primer período un sinfín de detalles par- ticulares suprimidos por el autor en la edición hasta en- tonces conocida, no se podía dudar del grado caballeresco y novelesco a que llegó en los comienzos de su vida el joven principe de Marsillac. Buckingham y sus reales aventuras, parecen ser su punto de mira, como Catilina lo fué para el joven Retz. Todo el bello ardor de La Roche- foucauld se consumió en sus abnegaciones íntimas para con la reina desgraciada, con la señorita d'Hautefort y