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300 M, DE La ROCHEFOUCAULD

ran más. Al hablar de ella he contado las aflicciones tier- namente consoladas de estos últimos quince años, La fortuna al mismo tiempo que la amistad parecieron son- reír a M. de La Rochefoucauld. Tenía la gloria, y el favor de su hijo le hacía un lugar en la Corte. Había ocasiones en que no se movía de Versalles, retenido por aquel rey con quien no se había conducido bien durante su juven- tud. Las alegrías y las penas de familia le hacían incom- parable. Su madre no murió hasta 1672: “le he visto lorar —escribía Madama de Sévigné— con una ternura que me le hizo adorable. Su gran dolor fué la granizada del paso del Rin en donde tuvo un hijo muerto y otro herido. Mas al joven duque de Longueville que fué una de las víctimas, nacido durunte la primera guerra de París, era a quien quería más. Había hecho su entrada en el mundo en 1666, casi el mismo año de las Máximas. ¡El libro apenado y la hermosa esperanza de estos dos hijos de la Fronda! En la carta tan conocida de Madama de Sévigné, en que cuenta el efecto producido por esta muerte sobre Madama de Longueville, añade: “Hay un hombre en el mundo que no está menos conmovido, y creo que si los dos se hubiesen encontrado en los primeros momentos sin testigos, habrían lanzado gritos y vertido lágrimas”.

Nunca ningún muerto, según los contemporáneos, ha hecho verter tantas y tan bellas lágrimas como éste. En su cuarto del hotel de Liancourt, encima de la puerta, Monsieur de La Rochefoucauld tenía un retrato del joven príncipe. Un día, poco después de la fatal noticia, la bella duquesa de Brissac que iba a visitarle, entrando por la puerta opuesta a la del retrato, retrocedió de repente, y después de permanecer inmóvil un momento, hizo una reverencia con la cabeza y se marchó sin decir palabra. La simple vista inopinada del retrato había reavivado to- dos sus dolores, y no siendo dueña de sí misma no pudo por menos de retirarse?,

1 Ver el retrato en las Memorias del abate Arnauld, 1872.