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36 MADEMOISELLE DE LIRÓN

la querida de Ernesto, la confesión que ella hace de su primer amante, esta vida de castidad en la que hay ma- nos besadas, lágrimas que caen en las manos y admirables diálogos, por último la enfermedad que avanza, la pro- mesa que ella obtiene de él de que se casará, la agonía y la muerte, todo esto forma la mitad “del volumen patético y púdico en el que el alma del lector navega entre las emociones más verdaderas y más nobles. Escuchemos a Mademoiselle de Lirón en esta segunda noche. Lo que dice no puede traer consigo ni rubor ni arrepentimiento: “¡Ay, ¿migo mío, créeme: es preciso dejar a la dicha que venga de buen grado; la dicha no se la hace! ¿Has intentado tú siendo niño poner un pie en la huella que dejó el otro? Eso no se logra, pues siempre se estropean los bordes. Somos bien dichosos. Poco ha faltado para que estropeá- semos hoy nuestra hermosa dicaa del año pasado. Créeme, dejemos, pues, intacto nuestro 23 de junio. El destino lo dispuso así, Dios lo ha querido; así su recuerdo no nos tracrá más que alegría.” 7

Si Ernesto hubiese vivido en una época cristiana, quie- ro creer que no se habría casado después de la muerte de su amiga y que habría entrado en algún convento o, al menos, en la Orden de los caballeros de Malta. Si Mlle. de Lirón hubiese existido en esa otra época, se habría in- quietado sin duda por su falta como Mlle. Aissé, y hubiera exigido otro confesor mejor que su propio amante, habría procurado despertar sus remordimientos. Es, al contrario, un rasgo perfecto y natural de la mujer de nuestro tiem- po, cuando dice: “Sabes, Ernesto, durante tu ausencia y con la esperanza de aminorar la pena que yo sentía por no verte, he hecho muchos esfuerzos para ser devota de Dios. Pero es preciso que lo confiese —añadió con una de esas sonrisas angelicales que se sorprenden en los labios de los enfermos resignados—, no he podido. Me avergijen- zo, pero te lo digo: Todavía, ahora, veo que entre la devo- ción y el amor no hay el espacio que puede ocupar un