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MADAMA DE SÉVIGNÉ

Los críticos, y particularmente los extranjeros, que en estos últimos años han juzgado más severamente nuestros dos siglos literarios, están de acuerdo en reconocer que lo que dominaba, lo que les prestó más brillantez y adorno, era la espiritualidad ingeniosa de la conversación y de la sociedad, la idea que tenían nuestros abuelos del mundo y de los hombres, la buena inteligencia desligada de convencionalismos ridículos, la encantadora delicadeza de sentimientos, la gracia, la picardía y la finura más exquisita del lenguaje. En efecto, ese fué, con las salvedades que cada cual hace, y en las que pueden ir envueltos dos o tres nombres, como los de Bossuet y Montesquieu, ese fué hasta casi 1789 el carácter distintivo, el sello bien marcado de la literatura francesa que la diferenció de las otras literaturas de Europa. Esta gloria de la que casi han llegado a hacerle un reproche a nuestra nación, es bastante bella y fecunda para quien sabe entenderla e interpretarla.

En los comienzos del siglo xvii, nuestra civilización, y por consiguiente nuestro idiema y nuestra literatura, no tenían nada de maduro ni de asegurado. Europa, al quedar libre de las convulsiones religiosas, y a través de las fases de la guerra de los Treinta años, comenzaba

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