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miento. Encontrada en Lintz, amada y raptada por su gus- to por M. M..., entonces teniente a las órdenes de Moreau, se había disgustado para toda la vida con su muy noble familia y había seguido a su marido por todas las diversas comarcas. Su hija, nacida en Suiza, había dorado más tar- de su infancia bajo el sol espléndido de España. Esta linda joven, que acababa de cumplir dieciocho años, era el úni- co cuidado de su madre. A la muerte de M. M..., sin fortuna, sin pensión, la orgullosa y noble viuda había vi- vido durante dos años de la venta de algunas alhajas, restos de una situación brillante. Lo prefería todo a re- anudar la comunicación con su familia de Alemania, de diez cuarteles en el escudo, que hasta después del matri- monio de María Luisa, no le había perdonado. La estre- chez amenazadora, la vista de su hija iban a forzarla a escribirles, cuando la llegada del general Dessolle al mi- nisterio fué un rayo de esperanza, pues su marido había servido a sus órdenes. El gen -ral, en espera de algo mejor, les otorgó este despacho de Correos,
Hacía dos meses próximamente que la madre y la hija cumplían la misión que era su único recurso en el presente y casi la última perspectiva para el porvenir (se decía que M. Dessolle se retiraba), y su vida así establecida parecía que había de ser igual mucho tiempo. No salían, no tenían ninguna amistad en el pueblo, y una antigua criada las servía. La madre enferma, no se movía de una butaca colocada al lado de la ventana. En cuanto se abría la puerta y aparecía en el fondo una cara, la muchacha es- taba de pie, muy servicial (como si hubiese sido educada para aquello), recibiendo con su blanca mano el dinero del labriego. Los días de mercado, particularmente, contestaba a todos y a todo, y algunas veces les ayudaba a escribir el sobre y aun las cartas. Pronto fué conocida y respetada por las gentes de los alrededores, bien que fuesen de una fibra en general ingrata y dura.
Un día, una tarde, mientras que su madre después de la
