496 CHRISTEL
la de su madre. Un largo silencio de emoción siguió; se había hecho de noche y sólo se oía un suspiro. Al cabo de algunos momentos, entró la criada sin que la hubiesen llamado trayendo un quinqué. La luz alumbró la frente blanca de Christel, que estaba echada hacia atrás, con los ojos dormidos para siempre.
¡Oh muerte, cuántas formas diversas tienes que hasta el que te encontró una vez, puede hallarte una nueva! Se te ha visto cuando te apegas a la juventud y a la belleza encarnizarte con violencia, y golpe tras golpe, como el hacha del leñador furioso, ser implacable en agonías terribles. Otras veces, atacas lentamente, arrui- nando al mismo tiempo la envoltura y el alma, operas grado por grado la obra de la destrucción en la natura- leza floreciente, destrozas todo con un arte cruel antes de asestar el último golpe al corazón, y una vejez de cen- tenaria marcas en los rostros de veinte años. Mas otras veces, y cuando te sirves, ¡¡h Clemente! de tus flechas más suaves, no haces más que debilitar, disminuir insen- siblemente el aliento, conservando a los rasgos toda su armonía y a la frente todo sú puro contorno, y cuando le das el beso glacial parece una última corona. ¡Oh muer- te, cuántas formas diversas tienes, tantas casi como el amor!
Al día siguiente Hervé se llevó a la madre al castillo de su familia, en donde la rodearon todos los miramientos y por su parte un cariño filial. Esto no duró mucho tiem- po, pues al final del otoño fué a- unirse con su hija, el único tesoro que había perdido bajo las primeras hojas caídas de los árboles del cementerio,
¿Y qué fué de Hervé? ¡Oh, esto importa menos! Aun los más sensibles ¡tienen siempre recursos y tantas suce- sivas juventudes! Volvió al mundo, las pasiones políticas le distrajeron, acaso también tuvo otras pasiones, Sea lo que sea lo que haga, se acuerda eternamente al menos; de aquel divino dolor de la muchacha, y en sus buenos y
