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500 Las FLORES

las flores se acercaron unas a otras, y haciendo un grupo en un rincón del invernadero, se pusieron a soñar, a em- borracharse con sus perfumes y a hablar entre ellas en el lenguaje de las flores. Aunque yo no soy ruiseñor, las oí, pero no sabré traducirlo bien. Ensayemos, no obs- tante, y balbuceemos.

Se decían que su destino era bello, que su papel era único entre todas las criaturas, que no hay nada parecido a una flor, sobre todo, flor de perfume, Este perfume era lo que más les interesaba, y bien pronto, como si se le hubiese subido a la cabeza, no hicieron más que con- tarse las delicadezas más sutiles y más finas. — Yo, decía una, estoy persuadida de que el perfume es una cosa que nos concedieron con intención elevada para embellecer y animar a la flor. Sin perfume, una flor no vive, no es más que una hierba de más o menos vivos colores; sólo el perfume le da alma y hace que respire de la misma vida de las esencias celestes.

—¿Y cómo no sería —dijo una que exhalaba un de- licioso olor de vainilla (la primera tenía un olor que re- cordaba al de la flor de té)—, ¿cómo no sería así? Yo no veo nada en lo que forma la corteza, el tallo o las raíces —las viles raíces, si es permitido nombrarlas—, yo no veo nada en esta envoltura nuestra que esté en relación con el perfume. Esto es una cosa aparte, ligera, sagrada y ¿qué efecto no produce? Ayer, yo estaba todavía en casa de Olivia, adornaba su gabinete, estaba sola, y no había otra flor con quien compartiese este favor tan en- vidiado. Ella entró pensativa, se sentó y me olió. Sus ojos se animaron poco a poco, una nube voluptuosa se posó en sus párpados, una turbación nacida de un recuerdo agitó su pecho, las lágrimas brotaron y siguió un ensueño que duró una hora. No, el perfume, si no fuese una cosa celeste no produciría estos efectos.

—Y yo -—dijo otra (una flor coqueta que olía a mus- g0)—, ¿qué no podré deciros? ¿No he tenido yo esos