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riales que oro, marfil i piedras preciosas, acuden en tropel á su memoria con un brillo tal de poderío i grandeza que cierra los ojos deslumbrado. La vision de lo que le rodea se empequeñece, el sol le parece una antorcha vil, digna apénas de ocupar un sitio en un rincon de su rejia alcoba. El delirio del orgullo lo posee. El vértigo se apodera de él, su pecho se hincha, sus sienes laten, i de sus ojos brotan rayos tan intensos como los del astro hácia el que alarga la diestra, queriendo asirle i detenerle en su carrera triunfal. Por un momento permanece así, transfigurado, en un paroxismo de infinita soberbia, oyendo resonar aquella voz que le hablara en sueños:

— Apoderaos de esa antorcha i todo lo que existe parecerá.

¿Qué son ante tal empresa sus hechos i los de sus antecesores en la noche pavorosa de los tiempos? Ménos que el olvido i que la nada. I sin apartar sus miradas del disco centelleante, invocó a Raa, el jenio dominador de los espacios i de los astros.

Obediente al conjuro, acudió el jenio envuelto en una tempestuosa nube preñada de rayos i de relámpagos, i dijo al rei con una voz semejante al redoble del trueno:

— ¿Qué me quieres, oh, tú, a quién he ensalzado i puesto sobre todos los tronos de la tierra?

I el monarca contestó:

— Quiero ser dueño del sol i que él sea mi esclavo.

Calló Raa, i el rei dijo: