ante la Escribanía de Mogrovejo, para escriturar traspaso de títulos á su favor.
Ya empezaba á murmurarse que tal número no existía y que trapisonda mayúscula encerraba algún gatuperio, para dejar en blanco á todos los creyentes de boca abierta que en rifa tal cifraron suerte, cuando otro sábado, se le ocurrió barrer al buen Fiscal, no el primero y único patio de su casucha, limpia y blanca como tacita de plata, sino los tres cajones de la única cómoda de su hacendosa mujer.
Entre papelitos y sobres de rizos, ya con canas y apuntes de ropa usada, cayó uno amarillento, viejo y arrugado, con tres sietes más negros que conciencia de cartulario.
Siguiendo el arreglo del contenido en todo el cajón, le separó, y cuando su buena Petrona regresaba con la mulatilla del mercado, le preguntó á qué rifa referíase el billetito que guardaba.
Ni ella misma recordaba; tanto tiempo había transcurrido desde su adquisición, hasta que leyendo exclamó:
— Ah! es verdad, ni sé si te había dicho.
Cierta mañana, ya hace mucho, me importunaba tanto la vieja billetera, al salir de la Iglesia, que quería darme suerte, más por hacer caridad, pues aseguraba destinarse á los pobres