pegara la camisa al cuerpo, con cerote mayúsculo que los causados por su palmeta.
Entre ellos, Villota y Caspe, celebróse segundo conclave, donde oidores y ministriles con dulces promesas primero, y amenazas finalmente, volvieron á interrogar al niño de la buena letra.
Confiesa, niño. ¿A tí te han hecho escribir esto? Serás inocente, pero...
Y el niño, enérgico desde la cuna, como lo fué toda su vida de honradez y patriotismo á la antigua, nones que nones:
— ¡Esa no es mi letra!
Y recaditos van, y consejos vienen, y por fin dice el tuerto Virrey al miope de su secretario:
— Si la letra es la misma y no hay modo que declare, aplíquesele el principio del propio maestro: «¡La letra con sangre entra!» Después de la azotaina confesará. ¿Quién le mete á jeroglíficos comprometedores?
No hubo más. Por tercera citación comparecieron padre, hijo y espíritu santo; es decir, el señor de Lezica, el marido del rosario ó de la tía Rosario, á mal tiempo perdidosa, del que le había regalado el reedificador de la iglesia en Lujan.
Nada que sospechar dejaba niño tan formalito. Menos el señor don Francisco de la Peña, español seriote, grave, y más godo que el rey que, como el otro, ignoraba ser llamado para