por Antoñuelo. Cuando Amat fué después de las nueve á cenar, .como acostumbraba, con su querida, ésta le dijo: —¿Y qué hay de nuevo, Manuel?
—Nada, hija mía. Te repetiré lo que dice el refrán limeño: «El ojo del puente, el baratillo y el pan como se estaban están.» La Perricholi sonrió y contestó á su amante: —Pues entonces, yo que no tengo la obligación de saber lo que pasa en Lima, pues no ejerzo cargo por su majestad, sé más que su virrey....y cosa grave..... gravísima /plusquam gravissima!
—Demonio! Habla, paloma, habla.
—¿Qué apostamos á que no recuerdas que á fin del mes es mi santo?
—Sí, mujer, sí..... ¡Para que yo lo olvide! Como que ya he apalabrado, en cien onzas, unas arracadas de brillantes con perlas de Panamá, tama.
ñas como garbanzos. Pero ¿qué tiene que ver tu santo con la noticia?
—Mucho, señor mío; porque yo no doy noticias gordas sin promesa de alboroque. Toma y lee.
Amat se ajustó las antiparras y leyó y volvió á leer, para sí, la declaración del griego. Luego se puso de pie y empezó á pasearse declamando estos versos de una comedia antigua: ¡Esas tenemos, Mencía?
Tan estupendo desliz, bien me daba en la nariz olor á barragania!» En seguida dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo, dió un beso á la Perricholi y... no sé más. Al otro día, á las diez de la mañana, Amat, acompañado de su secretario Martiarena, atravesaba la portería de San Francisco y entraba sin ceremonia en la celda del padre guardián, mientras Martiarena se dirigía á otro claustro en busca del príncipe del Líbano.
Valiente pillo tenía su reverencia en casa, padre guardián!—exclamó el virrey al estrechar la mano de su amigo el superior de los franciscanos, y lo puso al corriente de lo que ocurría.
Su excelencia permaneció dos horas encerrado con el embaucador, y sólo Dios sabe las revelaciones que éste le haría.
Á las cuatro de la tarde, en una calesa con las cortinillas corridas y con la respectiva escolta, fué conducido al Callao el falso príncipe del Líbano y embarcado para España bajo partida de registro.