acaudaladas familias del país. En ese siglo (y hasta en el actual) había en el Perú gran consumo del alcaloide llamado candidina.
Afortunadamente, donde menos se piensa salta la liebre y bajo una mala capa se esconde un buen bebedor; que, como reza el refrán, el hábito no hace al monje ni la venera al noble.
En esta ocasión vino un pobrete, casi un desconocido, á dejar á todos en paz. Y aquí empieza la tradición.
II
En la calle de Belén había por esos años una casa de modesta apariencia, con dos balconcillos moriscos ó de celosía, en uno de los cuales habitaba un vejezuelo muy querido en el barrio por la llaneza y amenidad de su trato. D. Tomás del Vallejo, que tal era su nombre, manteníase con una renta de dos pesos diarios, producto de la parte que á él le correspondía en la hacienda Santa Rita de las Velas, situada en el valle de Ica. Más que renta, era esa pequeña suma pensión alimenticia que le asignaron los doudos de su difunta mujer. Hombre de método y desprovisto de vicios, vivia D. Tomás, no diremos con holgura, pero sí ajeno de apuros y exigencias.
En verano y en invierno vestía calzón de paño nogro á media pierna, medias azules, zapatos con hebilla de oro, chupa de terciopelo y capa de anafalla. Á pesar de la pobreza de su traje, esmeradamente limpio, deseubríase en el buen señor un no sé qué de aristocrático.
En una sociedad que andaba á pesca de todo aquello que desterrara la nonotonía de la existencia, fué la cuestión del estandarte constante tema de charla para nobles y pebleyos.
Ilablábase de esto en la botica á que concurría de tertulia D. Tomás del Vallejo. Cada cual según sus simpatías auguraba el triunfo de este ó dol otro candidato, hasta que nuestro vejezuelo dijo: —Pues, señores míos, sepan vuesas mercedes que los títulos de esos caballeros son papel de estraza, y que yo sé de alguno que, si quisiera, dejaría tamañitos á tanto infanzón petulanto. Pero eso alguno prefiere vaca on paz á pollos y perdices con agraz.
—Parola, D. Tomás, parolal—le contestaron.—Eche usareed el toro á la plaza para que creamos en lo que dice.
El viejecito se sonrió y repuso: —Queden las cosas como están y allá lo vercles.
Al siguiente día la Real Auliencia se ocupó en examinar los documentos de un nuevo pretendiente. Estos venían tan bien aparejados que, nemine discrepente, los oidores fallaron que el poseodor de pergaminos tales era en el Perú el individuo de más acuartelada nobleza.