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Ricardo Palma

patriota que arriesgarse quisiera á ponerle cascabel al gato. Además, que al tal Goliath le resguardaban el bulto unos cuatro matones, tan perdidos y sin alma como él.

Llegó por entonces á Arequipa un mal jugador de cubiletes que arregló un teatrillo, alumbrado por candilejas de grasa, en el tambo de Santiago, situado en la plazuela de Santa Marta. Por un real de plata iba á tener el pueblo la satisfacción de ver al brujo ejecutar sus grotescas habilidades; así es que los muchachos y la gente de poco más o menos se preparaban para no faltar á la función.

David era un conato de persona, un renacuajo que vestía calzón con rodilleras y parche en el postifaz, un granuja de esos que se encuentran en Arequipa rascándose el codito ó el monte de los piojos, y que, como el Gravoche de Víctor Hugo, se meten en los bochinches que arma la gente grande, sin hacer ascos á la lluvia de píldoras de democracia, vulgo balas de fusil.

Tanto importunó á su abuela para que lo dejase ir esa noche al tambo de Santiago, que aburrida la buena mujer, desató un nudo de la punta del pañuelo, sacó de él un real, y dándosele al muchacho le dijo:

Andá, pericote, á ver al brujo y persinate, hijito. Cuenta que me venís después de las diez; porque entonces te hago sonar el cuero y dormir caliente.

Á más de las once puso el de los cubiletes fin á la función. David, que tenía en perspectiva una azotaina por recogerse en casita á hora tan avanzada, iba corriendo y desempedrando calles, cuando al doblar una esquina tropezó con un hombre corpulento, embozado en un poncho, que le arrimó un soberano puntapié en el mapamundi, diciéndole:

—Hijo de cuchi, ¿no tenís ojos?

El muchacho se llevó la mano á la parte agraviada y se detuvo á media calle, contestando con esa insolencia propia del mataperros:

—¡Miren quién habla! Dijo el borrico al mulo, tirte allá orejudo. El será el hijo de cuchi y toda su quinta generación, pedazo de anticristo. Á nadie le hurgan la nariz sin que venga el estornudo. El insultado se abalanzó sobre David para aplicarle un soplamocos; pero el agilísimo muchacho, esquivando el golpe, le echó la zancadilla y el del poncho besó el suelo.

Como en tales casos sucede, los transeuntes se habían detenido, y al verlo caer estalló una carcajada estropitosa.

Al del poncho se le volvió pimienta la bilis, y levantóse, haciendo brillar un afilado puñal de hoja ancha.

—¡Corre, corre, que te mata!—gritaron los espectadores sin atreverse á detener á aquel furioso.