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Página:Tradiciones peruanas - Tomo III (1894).pdf/237

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Ricardo Palma

Pocos minutos después avanzaba el coche del virrey, y al llegar bajo el arco (1) se le acercaba el mayordomo de la ciudad y, en nombre de ésta, ofrecíale el caballo. Descendía el virrey del coche, subía al tablado y (con su esposa cuando la traía) sentábase bajo el dosel, para presenciar el desfile de las tropas y corporaciones, hasta que llegaban la Inquisición y el Cabildo, quedándose la Audiencia á media cuadra de distancia. Los cabildantes entregaban los caballos á sus pajes y subían al tablado. Poníase el virrey de pie, y uno de los regidores, commisionado por el Cabildo, dirigíale un pequeño discurso de saludo y felicitación, terininándolo con las siguientes frases, que eran de estricta fórmula: «La ciudad de los reyes besa á vuecelencia las manos y está con el gusto, que es razón, de tener á vuecencia tan cerca para servirlo. Y como todos los señores virreyes, antes de entrar en ella, hacen juramento de guardar sus preeminencias, la ciudad de los reyes suplica á vuecelencia que, en conformidad de esta costumbre, quiera prestar juramento.» El virrey inclinaba la cabeza en señal de asentimiento.

Un paje colocaba sobre el escabel un crucifijo y un misal, se arrodíllaba su excelencia, y el escribano de Cabildo le decía: —Excelentísimo señor, ¿vuecelencia jura por Dios Nuestro Señor, por Santa María su bendita Madre, y por las palabras de los Santos Evangelios que están en este misal, y por este crucifijo y señal de cruz, que guardará á esta ciudad de los reyes todos los fueros, franquezas, libertades, mercedes y preeminencias que los reyes nuestros señores le han hecho y concedido?

—Así juro y prometo—contestaba el virrey.

—Si así lo hiciere vuecelencia, Dios Nuestro Señor le ayude—añadia el más anciano entre los miembros del Cabildo.

Este era el momento en que el pueblo, que aún no era soberano, sino hutnildísimo vasallo, prorrumpfa en vitores, ni más ni menos que hogaño cuando un nuevo presidente constitucional jura en el Congreso hacernos archifelices.

Una salva de artillería anunciaba urbi et orbe, que el virrey acababa de jurar ó de perjurar.

La Real Audiencia se aproximaba al tablado, y montaba el virrey á caballo, colocándose en medio de los dos oidores más antiguos. Por delante iban los reyes de armas con cotas carmesies, en las que estaba bordado el escudo de España, y llevando al hombro mazas de plata dorada.

La virreina volvia á ocupar el carruaje, y dando un rodeo se dirigía (1) Hasta hoy conserva su nombre la calle del Arco.