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Página:Tradiciones peruanas - Tomo III (1894).pdf/282

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Tradiciones peruanas

Las disculpas del pobre alférez no eran de las que podían hallar cabida en un hombre como el maestre de campo, que no era ningún bobo cuatralbo y regoldón, y para quien ni las necesidades premiosas de la naturaleza eran excusa legítima, estando de por medio la rigidez de la disciplina. Así refiere un cronista que, en cierta marcha, separóse un soldado le las filas y escondióse por breve rato tras de unas rocas, urgido por la violencia de un dolor de tripas. Viólo D. Francisco, mandó hacer alto á la tropa, cruzó la pierna cobre la cabeza de su mula y esperó con toda pachorra á que el soldado, libre ya de su fatiga, volviese á ocupar su puesto.

Carbajal lo despojó entonces de armas y caballo, y lo despidió del servicio militar, diciéndole: Castigote así, ¡voto á tal!, porque no eres para este oficio, sino para fraile; que el buen soldado del Perú ha de comer un pan en el Cuzco y...echarle en el Titicaca.

En poder de hombre tal estaba, pues, irremediablemente perdido Martin Prado.

Llegados al sitio donde se encontraban amarrados á un tronco los cuatro prófugos, dijo Carbajal al verdugo: —Cuelgame de ese árbol á estos pícaros, y en concluyendo con ellos, harás la misma obra con este hidalgo, ahorcándolo en la rama más alta, que algún privilegio ha de tener el alférez sobre los soldados.

Martín Prado se deshizo en súplicas, y convencido de que su jefe no le escuchaba, terminó por pedir que siquiera se le diese un confesor.

—No se apure por eso, señor alférez—le contestó Carbajal,—que manccbo es, y escasa ocasión de pecar habrá tenido. Rece un credo, que para los pocos pecados que tendrá en la alforja, yo los tomo por mi cuenta, cierto de que no añadirán gran peso al bagaje de los míos. ¡Ea! Acabemos y sepa morir como hombre; que de mujerzuelas es, y no de barba dos, eso de andar haciendo ascos á la muerte. Conmigo no vale dar puntada sobre puntada como sastre en víspera de pascua.

Y, sin más ni mencs, el verdugo colgó de la rama más alta al infortunado alférez.

Luego, volviéndose hacia el oficial que había estado al cargo de les presos y á quien Carbajal tenía sus motivos para no creerlo muy leal, dijo con aire entre amenazador y zumbático: —Sr. Alonso Alvarez, roguemos á Dios muy de corazón que se contente con la migajita que acabo de ofrecerle.

En seguida Carbajal tendió su capa, que era de paño veintidoseno le Segovia, al pie del árbol donde se balanceaban los cinco ahorcados, y acostóse sobre ella, murmurando;