liar: ¿Quién? ¿Fulano? Si ese hombre no tiene calzones! En un Chicheñó.» En el año que hemos apuntado llegaron á Lima, con procedencia directa de Barcelona, dos acaudalados comerciantes catalanes, trayendo un valioso cargamento. Consistía éste en sederías de Manila, paño de San Fernando, alhajas, casullas de lama y brocado, mantos para imágenes y lujosos paramentos de iglesia. Arrendaron un vasto almacén en la calle de Bodegones, adornando una de las vidrieras con pectorales y cruces de brillantes, cálices de oro con incrustaciones de piedras preciosas, anillos, arracadas y otras prendas de rubí, ópalos, zafiros, perlas y esmeraldas.
Aquella vidriera fué pecadero de las limeñas y tenaz conflicto para el bolsillo de padres, maridos y galanes.
Ocho días llevaba de abierto el elegante almacén, cuando tres andaluces que vivían en Lima más pelados que ratas de colegio, idearon la manera de apropiarse parte de las alhajas, y para ello ocurrieron al originalísimo expediente que voy á referir.
Después de proveerse de un traje completo de obispo, vistieron con él á Ramoncito, y dos de ellos se plantaron sotana, solideo y sombrero de clérigo.
Acostumbraban los miembros de la Audiencia ir á las diez de la mañana á Palacio en coche de cuatro mulas, según lo dispuesto en una real pragmática.
El conde de Pozos—Dulces D. Melchor Ortiz Rojano era á la sazón primer regente de la Audiencia, y tenía por cochero á un negro, devoto del aguardiente, quien después de dejar á su amo en palacio, fué seducido por los andaluces, que le regalaron media pelucona á fin de que pusiese el carruaje á disposición de ellos.
Acababan de sonar las diez, hora de almuerzo para nuestros antepasalos, y las calles próximas á la plaza Mayor estaban casi solitarias, pues los comerciantes cerraban las tiendas á las nueve y media, y seguidos de sus dependientes iban á almorzar en familia. El comercio se reabría á las once.
Los catalanes de Bodegones se hacían llevar con un criado el desayuno á la trastienda del almacén, é iban ya á sentarse á la mesa cuando un lujoso carruaje se detuvo á la puerta. Un paje de aristocrática librea que iba á la zaga del coche abrió la portezuela y bajó el estribo, descendiendo dos clérigos y tras ellos un obispo.
Penetraron los tres en el almacén. Los comerciantes se deshicieron en cortesías, besaron el anillo pastoral y pusieron junto al mostrador silla para su ilustrísima. Uno de los familiares tomó la palabra y dijo: —Su señoría el señor obispo de Huamanga, de quien soy humilde capellán y secretario, necesita algunas alhafitas para decencia de su persona y de su santa iglesia catedral, y sabiendo que todo lo que ustedes han