aventuranza; es decir, que el gobierno lo destinase en filas, que para oficinista no tenía vocación ni aptitudes el llanero.
Una mañana apuróle la gazuza, se abotonó el raído uniforme, y paso á paso fué á estacionarse de plantón en la puerta del ministerio de Guerra.
Era á la sazón ministro del ramo el general D. Tomás Heres, antiguo capitán de Numancia y fa vorito de Bolívar, hombre de talento, audaz para la intriga, sereno en los combates y en ocasiones áspero de genio.
Item, Heres tenía un defecto físico: era tartamudo.
Monteagudo decía cariñosamente á Heres: «Es usted, amigo, un colombianito que amasa con todas las harinas,» palabras con que elogiaba las buenas disposiciones de D. Tomás para la intriga.
Sus cartas á Bolívar, publicadas recientemente en la colección O'Leary, confirman la opinión de Monteagudo. Algo de profético y siniestro hay siempre en su estilo; pues mes y medio antes de que el estadista argentino cayera bajo el puñal de un asesino, escribía Heres desde Chancay el 8 de diciem bre de 1824: Agin José de la Riva Agüero, primer presidente del Perú «El pobre Monteagudo está como los apóstoles en el nacimiento del cristianismo: donde no los ahorcaban, los apedreaban. Ojalá que el apostolado de Monteagudo no lo conduzca algún día al martirio!» Pero como hasta los profetas por inspirados que sean se equivocan, la orró de medio á medio su señoría cuando escribió esta otra frase: «Esta tierra del Perú no dará nunca dos cosechas Digan los cosecheros contemporáneos cuántas ha dado.
Aquella mañana traía el señor ministro los nervios sublevados, cuando le salió al encuentro Mantilla, y cuadrándose militarmente, le dijo: —Dios guarde á usia, mi general.