varas de largo por nueve de ancho y cuyo altar mayor está en el mismo sitio que servía de oratorio á la fundadora.
Y ahora sí que se acabó la tela y entro con formalidad en la tradición.
III
En D. Juan José Vázquez de Acuña, Morga y Sosa, natural de Lima, había recaído el patronato del convento agustino y de su capilla del Santo Cristo de Burgos. A la muerte de éste y de su esposa doña Josefa Zorrilla de la Gándara, pasaron título y patronato á su hijo D. Matías José Vázquez de Acuña, gobernador que fué de Valparaíso, sucediendo á éste como tercer conde de la Vega del Ren su hijo D. José Jerónimo, casado con una prima ó sobrina del célebre inquisidor de Lima Román de Aulestia, de la casa y familia de los marqueses de Montealegre.
El cuarto conde de la Vega fué D. Juan José Vázquez de Acuña y Aulestia, que murió sin sucesión, pasando su título y patronato á su hermano D. Matías, padre del sexto conde de la Vega del Ren, que es el personaje de nuestra tradición.
En su calidad de patroncs, disfrutaron los condes de la Vega de especialísimos privilegios, confirmados por reales cédulas, no sólo en el templo de San Agustín, sino en el que hoy se denomina de San Pedro.
Veamos el origen de este segundo patronato.
Doña María Renjifo, mujer clel oidor de Charcas D. Francisco de Sosa, había heredado de su padre el patronato del colegio de San Pablo. El difunto Renjifo fué tan gran favorecedor de los jesuítas que, no sólo los ayudó con su influencia y caudales, sino que les cedió casi todo el terreno para la fábrica de iglesia y convento. Las armas de los Renjifo eran un león de azur en campo de oro, bordura de plata con ocho aspas de azlır.
Por casamiento del nieto de doña María con la primera condesa de la Vega quedó el patronato del colegio de San Pablo anexo al título, y tal fué la importancia que daban los de la Vega del Ren á sus prerrogativas de patrones, que pusieron la grita en el quinto cielo cuando, expulsados los jesuítas, los clérigos de la Congregación de San Felipe Neri, que los sustituyeron, intentaron desconocer algunas de esas prerrogativas. Empezaron por consultar al arzobispo si debían ó no seguir recibiendo al conde con repique de campanas en cierta festividad, y el sagaz prelado contestó que por repique más ó menos no debía haber cuestión. Más tarde vino otra quisquilla grave sobre asiento y precedencia. Entiendo que este liti-