de opinión en su pastor, y un indio que cerca de éste ejercía los oficios de pongo y cocinero, contóle la murmuración pública.
D. Mauricio Gutiérrez dejó vagar por sus labios una sonrisa infernal, y dijo á media voz: —Brutos!
—Eso mismo los ho dicho yo—añadió el pongo—Brutos, que quieren saber más que el taita cura y que no adivinan que cuando él festeja á los vivanquistas, lo hace con su segunda.
El cura se aproximó al indio, y le deslizó al oído algunas palabras.
El pongo anduvo aquella noche por el campo, y en la madrugada volvió á la casa parroquial, en cuya puerta lo esperaba Gutiérrez.
—Traes eso?—le preguntó el cura.
—Si, taita—contestó el indio, sacando de debajo del poncho un manojo de floripondios encarnados (huar—huar) y unas ramitas de hierba parecida al perejil.
Y sin hablar más palabra, cura y criado entraron en la cocina.
III
Á las ocho de la mañana los oficiales y la tropa, antes de continuar la marcha, almorzaban pachamanca condimentada por D. Mauricio y su pongo.
El cura dió por excusa para no comer con ellos que á las nueve tenia obligación de celebrar; y terminado el desayuno abrazó á todos y los acompañó algunas cuadras fuera del pueblo.
Pocas horas después aquellos infelices llegaban, sufriendo horribles dolores de estómago, á otro pueblo vecino, donde la médica ó curandera les dijo, tras breve examen, que estaban intoxicados; pero que ella poseía un eficaz contraveneno. Dióles á beber no sé qué brebaje, aplicóles al vientre un cui negro, hízoles aspirar humo de lana de carnero mocho, y les aseguró que sanarían como por ensalmo.
Sólo cuatro ó cinco de los envenenados tuvieron la dicha de salvar, y los restantes fueron al hoyo.
IV
Algunas semanas pasó el cura Gutiérrez oculto en una cueva del empinado Carhua—rasu, y volvió al pueblo cuando tuvo noticia de la caida del Directorio.
Sabido es que todo revolucionario triunfante se hace de la vista gor-