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Ricardo Palma

falleció el conde de la Monclova 22 de septiembre de 1702, siendo scpultado en la catedral, y su sucesor, el marqués de Castel—dos—Ríus, no llegó á Lima sino en julio de 1707.

Doña Josefa, la hija del conde de la Monclova, siguió habitando en palacio después de la muerte del virrey; mas una noche, concertada ya con su confesor, el padre Alonso Mesía, se descolgó por una ventana y tomó asilo en las monjas de Santa Catalina, profesando con el hábito de Santa Rosa, cuyo monasterio se hallaba en fábrica. En mayo de 1710 se trasladó doña Josefa Portocarroro Lazo de la Vega al nuevo convento, del que fué la primera abadesa.

III

Cuatro meses después de su prisión, la Real Audiencia condenaba á muerte á D. Fernando de Vergara. Este desde el primer momento había declarado que mató al marqués con alevosía, en un arranque de desesperación de jugador arruinadlo. Anto tan franca confesión no quedaba al tribunal más que aplicar la pena.

Evangelina puso en juego todo resorte para libertar á su marido de una muerte infamante; y en tal desconsuelo, llegó el día designado para el suplicio del criminal. Entonces la abnegada y valerosa Evangelina resolvió hacer, por amor al nombre de sus hijos, un sacrificio sin ejemplo.

Vestida de duelo se presentó en el salón de palacio en momentos de hallarse el virrey conde de la Monclova en acuerdo con los oidores, y expuso: que D. Fornando había asesinado al marqués, amparado por la ley:

que ella era adúltera, y quo, sorprendida por el esposo, huyó de sus iras, recibiendo su cómplice justa muerte del ultrajado marido.

La frecuencia de las visitas del marqués á la casa de Evangolina, el anillo de ésta como gaje de amor en la mano del cadáver, las heridas por la espalda, la circunstancia de haberse hallado al muerto al pie del lecho de la señora y otros pequeños detalles eran motivos bastantes para que el virrey, dando crédito á la revelación, mandlase suspender la sentoncia.

El juez de la causa se constituyó en la cárcel para que D. Fernando ratificara la declaración de su esposa. Mas apenas terminó el escribano la lectura, cuando Vergara, presa de mil encontrados sentimientos, lanzó una espantosa carcajada.

¡El infeliz se había vuelto loco!

Pocos años después, la muerte cernía sus alas sobre el casto lecho de la noble esposa, y un austero sacerdote prodigaba á la moribunda los consuelos de la religión.