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Ricardo Palma

nos de lo que se persigna un cura loco, y con la pobreza estalló la guerra civil en esa república práctica que se llama matrimonio. Los cónyuges andaban siempre á pícame Pedro que picarte quiero. Por quítame allá esta paja se tiraban los cacharros á la cabeza, á riesgo de descalabrarse, y no quedaba silla con hueso sano. A bien librar salía siempre el bonachón del marido llevando en el rostro reminiscencias de las uñas de su conjunta persona.

Este matrimonio nos trae al magín un soneto que escribimos, allá por los alegres tiempos de nuestra mocedad, y que, pues la ocasión es tentadora para endilgarlo, ahí va como el caballo de copas:

Caséme por mi mal con una indina, fresca coino la pera bergamota; trájome suegra y larga familiota y por dote su cara peregrina.

A trote largo mi caudal camina á sumergirse en una sirte ignota; pronto he de hacer con ella bancarrota, salvo que encuentre una boyante mina Un diablo pedigüeño anda conmigo; es ¡damne! su perenne cantinela, y así estoy en los huesos, caro amigo.

¿Qué me dices? ¿Mi afán te desconsuela?

—Digote, D. Peruétano, que digo, que aquélla no es mujer..... es sanguijuela.

No recuerdo á quién oí decir que los mandamientos de la mujer casada son, como los de la ley de Dios, diez:

El primero, amar á su marido sobre todas las cosas.

El segundo, no jurarle amor en vano.

El tercero, hacerle fiestas.

El cuarto, quererle más que á padre y madre.

El quinto, no atormentarlo con celos y refunfuños.

El sexto, no traicionarlo, El séptirno, no gastarle la plata en perifollos.

El octavo, no tingir ataque de nervios ni hacer mimos á los primos.

El noveno, no desear más prójimo que su marido.

El décimo, no codiciar el lujo ajeno.

Estos diez mandamientos se encierran en la cajita de los polvos de arroz, y se leen cada día hasta aprenderlos do memoria.

El quid está en no quebrantar ninguno, como hacemos los cristianos con varios de los del Decálogo. Sigamos con el platero.