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Tradiciones peruanas

justicia, vulgo corchetes, armados de sendas varas, capas cortas y espadines de corto gavilán.

Por el rey! Ténganse á la justicia de su majestad—gritaba un golilla de fisonomía de escuerzo y aire mandria y bellaco si los hubo.

Y entretanto menudeaban votos y juramentos, rodaban por el suelo desvencijadas sillas y botellas escuctas, repartíanse cachetes como en el rosario de la aurora, y los alguaciles no hacían baza en la pendencia, porque á fuer de prudentes huían de que les tocasen el bulto. De seguro que ellos no habrían puesto fin al desbarajuste sin el apoyo de un joven y bizarro oficial que cruzó de pronto por en medio de la turba, desnudó la tizona, que era de fina hoja de Toledo, y arremetió á cintarazos con los alborotadores, dando tajos á roso y belloso; á este quiero, á este no quiero; ora de punta, ora de revés. Cobraron ánimo los alguaciles, y en breve espacio y atados codo con codo condujeron á los truhanes á la cárcel de la Pescadería, sitio adonde en nuestros democráticos días y en amor y compaña con bandidos suelen pasar muy buenos ratos liberales y conservadores, rojos y ultramontanos. ¡Ténganos Dios de su santa mano y sálvenos de ser moradores de ese zaquizamí!

Era el caso que cuatro tunantes de atravesada catadura, después de apurar sendos cacharros de lo tinto hasta dejar al diablo en seco, se ne gaban á pagar el gasto, alegando que era vitriolo lo que habían bebidlo, y que el tacaño tabernero los había pretendido envenenar.

Era éste un hombrecillo de escasa talla, un tanto obeso y de tez bronceada, oriundo del Brasil y conocido sólo por el apodo de Ibirijuitanga.

En su cara abotargada relucían dos ojitos más pequeños que la generosidad del avaro, y las chismosas vecinas cuchichcaban que sabía componer hierbas; lo que más de una vez lo puso en relaciones con el Santo Oficio, que no se andaba en chiquitas tratándose de hechiceros, con gran daño de la taberna y los parroquianos de su navaja, que lo preferían á cualquier otro. Y es que el maldito, si bien no tenía la trastienda de Salomón, tampoco pecaba de tozudo, y relataba al dedillo los chischisveos de la tres veces coronada ciudad de los reyes, con notable contentamiento de su curioso auditorio. Ainda mais, mientras el jabonaba la barba, solía alcanzarle limpias y finas toallas de lienzo flamenco su sobrina Transverberación, garrida joven de diez y ocho eneros, zalamera, de bonita estampa y recia de cuadriles. Era, según la expresión de su compatriota y tío, una linda menina, y si el cantor de Los Lusiadas, el desgraciado amante de Catalina de Ataide, hubiera, antes de perder la vista, colocado su barba bajo las ligeras manos y diestra navaja de Ibirijuitanga, de fijo que la menor galantería que habría dirigido á Transverberación habría sido llamarla:

Rosa de amor, rosa purpúrea y bella.