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Ricardo Palma

de Lima, encargándole que lo buscase para el Viernes Santo un predicador que tuviese siquiera dos bes, es decir, bueno y barato.

El amigo anduvo hecho un trotaconventos sin encontrar fraile que se decidiera á hacer por poca plata viaje de cincuenta leguas entre ida y regreso.

Perdida ya toda esperanza, dirigióse el comisionado al padre Samamé, cuya vida era tan licenciosa, que casi siempre estaba preso en la cárcel del convento y suspenso en el ejercicio de sus funciones sacerdotales.

El padre Samamé tenía faina de molondro y, no embargante ser de la orden de predicadores, jamás había subido al púlpito. Pero si no entendía jota de lugares teológicos ni de oratoria sagrada, era en cambio eximio catador de licores, y váyase lo uno por lo otro.

Abocóse con él el comisionado, lo contrató entre copa y copa, y sin darle tiempo para retractarse lo hizo cabalgar, y sirviéndole él mismo de guía y acompañante salieron ambos caminito de Chancay.

Llegados á Huacho, alborotóse el vecindario con la noticia de que iba á haber sermón de tres horas y predicado por un fraile de muchas campanillas y traído al propósito de Lima. Así es que el Viernes Santo no quedó en Laurima, Huara y demás pueblos de cinco leguas á la redonda bicho viviente que no se trasladara á Huacho para oir á aquel pico de oro de la comunidad dominica.

El padre Samamé subió al sagrado púlpito; invocó como pudo al Espíritu Santo, y se despachó como á Dios plugo ayudarle.

Al ocuparse de aquellas palabras de Cristo, hoy serás conmigo en el paraíso, dijo su reverencia, sobre poco más ó menos: «A Dimas, el buen ladrón, lo salvó su fe; pero á Gestas, el mal ladrón, lo perdió su falta de fe.

Mucho me temo, queridos huachanos y oyentes míos, que os condenéis por malos ladrones.» Un sordo rumor de protestas levantóse en el católico auditorio. Los huachanos se ofendieron, y con justicia, de oirse llamar malos ladrones.

Lo de ladrones, por sí solo, era una injuría, aunque podía pasar como floreo de retórica; pero aquel apéndice, aquel calificativo de malos, era para sublevar el amor propio de cualquiera.

El reverendo, que notó la fatal impresión que sus palabras habían producido, se apresuró á rectificar: «Pero Dios es grande, omnipotente y misericordioso, hijos míos, y en él espero que con su ayuda soberana y vuestras felices disposiciones llegaréis á tenor feo y á ser todos sin excepción buenos, muy buenos ladrones. » A no estar en el templo el auditorio habría palmoteado; pero tuvo que limitarse á manifestar su contento con una oleada que parecía un aplauso. Aquella dedada de miel fué muy al gusto de todos los paladares.