Habla, si tal es tu gusto.
Voy, pues, á decirte todo lo que he visto. Habiendo llegado á la antigua tumba de mi padre, vi, en la cima, regueros de leche recientemente derramados, y el sepulcro paterno adornado con toda especie de flores. Viendo esto, admirada, observé si se mostraba ante mí algún hombre; pero estando tranquilo todo aquel lugar, me acerqué á la tumba, y vi, en la cima, cabellos recién cortados. En cuanto los hube apercibido, desgraciada, una imagen familiar impresionó mi ánimo, como si viese una señal de Orestes, del más querido de todos los hombres; y los tomé en mis manos, sin decir nada, y derramando lágrimas á causa de mi alegría. Ahora, como antes, es manifiesto para mí que esas ofrendas no han podido ser llevadas mas que por él; porque ello no es cosa de mí ni de ti. Yo no he llevado esas ofrendas, ciertamente, lo sé bien, ni tú, porque ¿podías hacerlo, puesto que no puedes salir libremente de la morada, ni siquiera para suplicar á los Dioses? Tales pensamientos no suelen venir al éspíritu de nuestra madre, y si lo hubiera hecho, ello no se nos hubiera escapado. Sin duda alguna esos presentes fúnebres son de Orestes. Tranquilízate, ¡oh querida! Los mismos no tienen siempre la misma fortuna. En verdad, la nuestra nos ha sido ya contraria, pero puede ser que este día sea el augurio de numerosos bienes.
¡Ay! Tengo desde hace mucho rato piedad de tu demencia.
¡Qué! ¿no te regocija lo que te digo?
No sabes en qué lugar te extravías, ni en qué pensamientos.