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Sófocles

ción: «¿De modo, ¡oh miserables! que os habéis atrevido á entregar mis armas sin que yo haya consentido en ello?» Y Odiseo, que estaba allí, me dijo: «Sí, joven, me las han dado con muy buen derecho, porque las salvé salvando el cuerpo de tu padre.» Y yo, en mi cólera, le ultrajé con toda clase de injurias, no perdonando nada, si quería arrebatarme mis armas. Llevado á ese punto, y ofendido, por más que sea pacífico, respondió á lo que había oído: «Tú no estabas donde nosotros estábamos, sino que estabas donde no era preciso que estuvieses. Puesto que hablas tan insolentemente, no has de llevar jamás esas armas á Esciros.» Habiendo recibido este ultraje, vuelvo á mi patria, despojado por el execrable Odiseo nacido de execrables padres; pero no le censuro tanto como á los que tienen el mando. En efecto, toda una ciudad, todo un ejército, pertenecen á quienes los mandan, y los hombres se hacen malos y obran mal, á ejemplo de sus jefes. Ya lo he dicho todo. ¡Que el que aborrezca á los Atreidas sea mi amigo y el de los Dioses!

Estrofa

Tú, que te adornas de montañas, Gea, Nodriza universal, Madre del mismo Zeus, que posees el gran Pactolo lleno de oro, yo te imploré, ¡oh Madre venerable! ¡oh Bienaventurada conducida por los leones matadores de toros! cuando los Atreidas ultrajaron violentamente á éste, y entregaron, honor supremo, las armas paternas al hijo de Laertes.

Traéis una señal manifiesta de dolor, y os quejáis lo mismo que yo. Reconozco las malvadas acciones de los Atreidas y de Odiseo. Sé que éste no niega á su lengua ninguna palabra pérfida ni maldad alguna, y que no hay iniquidades que no pueda cometer. Nada de esto me asombra; pero estoy sorprendido de que el gran Ayax, viendo esas cosas, las haya tolerado.

No estaba ya entre los vivos, ¡oh extranjero! Jamás, en efecto, viviendo él, hubiera sido yo despojado de esas armas..