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ras, de las cráteras a las copas, de las copas a los gaznates. Iazim, aunque judío, no ocultaba su adoración a los planetas. Un mercader de Aphaka aturdía a los nómadas, detallándoles las maravillas del templo de Hierápolis; y ellos le preguntaron cuánto costaría la peregrinación. Ctros le sostenían en su religión nativa. Un germano, casi ciego, cantó un himno celebrando aquel promontorio de la Escandinavia, donde los dioses aparecen con sus rostros aureolados de rayos; y las gentes de Sichem no comieron tórtolas por atención a la paloma Azima.

Muchos hablaban de pie, en medio de la sala; y el vaho de los alientos, con el humo de los candelabros, formaba una niebla en el aire. Phanuel pasó a lo largo de las murallas. Venía de estudiar otra vez el firmamento; pero no avanzó hasta el Tetrarca temiendo las manchas de aceite, que para los esenios eran una gran abominación.

Sonaron fuertes golpes contra la puerta del castillo.

Ahora ya se sabía que Iaokanann estaba preso allí. Hombres con teas escalaban el sendero, una masa negra hormigueaba en el barranco, y de vez en cuando aullaban: "¡Iaokanann! ¡Iaokanann!" —Todo lo perturba—dijo Jonathas.

—No habrá dinero si continúa— agregaron los fariseos.

Y partieron recriminaciones.

— Protégenos!

—¡Que acabe esto de una vez!

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