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veces, soplo. Puede que sea su luz la que revolotea de noche a orilla de los pantanos, su aliento el que empuja a las nubes, su voz la que da armonía a las campanas. Y se quedaba extasiada, gozando la frescura de las paredes y la tranquilidad de la iglesia.

En cuanto a dogmas no comprendía nada, ni aun trataba de comprender. El cura discurría, los niños recitaban, ella acababa por dormirse y se despertaba de pronto cuando, al marcharse todos, hacían resonar las losas con sus zuecos.

Así, a fuerza de oirlo, fué como aprendió el Catecismo, ya que su educación religiosa había sido, en la juventud, muy descuidada; y desde entonces, imitó las distintas prácticas de Virginia; ayunaba como ella, se confesaba al mismo tiempo que ella.

El día del Corpus hicieron juntas su altar.

La primera comunión la atormentó por anticipado. Se preocupó de los zapatos, del rosario, del libro, de los guantes. ¡Con qué temblor ayudó a su madre a vestirla!

Durante toda la misa sufrió continua angustia.

El señor Bourais la tapaba un lado del coro; pero, frente por frente, el rebaño de vírgenos, con sus coronas blancas y sus velos caídos, formaba como un campo de nieve; y en él reconoció desde lejos a su niña querida, en el cuello, más fino, y en la actitud recogida. Sóno la campana. Inclináronse las frentes; hubo un silencio. Al desatarse el órgano, cantores y muchedumbre entonaron el Agnus Dei; comenzó el desfile de los muchachos, y De der w