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Felicidad. Extraña obstinación la de Lulú, que en cuanto le miraban ya no hablaba palabra!

Ni tampoco buscaba la buena sociedad, porque los domingos, mientras las señoritas Rochefenille, el señor de Houppeville y nuevos contertulios: Oufrouy, el boticario, el señor Variu y el capitán Mathieu, jugaban su partida a las cartas, el papagayo golpeaba los cristales con las alas y se debatía tan furiosamente, que era imposible entenderse.

La cara de Bourais, indudablemente debía de parecerle muy divertida. En cuanto se asomaba rompía a reir, a reir con todas sus fuerzas. Los estallidos de su risa saltaban hasta el patio, el eco los repetía, asomábanse los vecinos a sus ventanas y reían también; de modo que para no ser visto del papagayo, el señor Bourais se escurría pegado a la pared, disimulando su perfil con el sombrero, llegaba al río, luego entraba por la puerta del jardín, y las miradas que le lanzaba al parrajaco no eran muy cariñosas.

Lulú había recibido un papirotazo del carnicero,, porque se permitió meter la cabeza en su cesta, y desde entonces, siempre trataba de picarle a través de la camisa. Talu amenazaba con retorcerle el pescuezo, y no por eso era cruel, a pesar de llevar los brazos tatuados y de sus formidables patillas; al contrario, tenía más bien debilidad por el papagayo, hasta el punto de querer enseñarle, por buen humor, juramentos y palabrotas. Felicidad, asustada de su mala educaDe leve ov