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Lloro tanto, que su ama la dijo:

—Bueno, mujer; ¡mándele embalsamar!

Pidió consejo al farmacéutico, que siempre había sido bueno con el papagayo.

Escribió al Havre. Cierto señor Fellacher se encargó de esa operación. Pero como la diligencia perdía algunas veces los encargos, decidió llevarla ella misma hasta Honfleur.

Los manzanos, sin hojas, sucedíanse a orilla del camino. Cubría el hielo las cunetas. Ladraban los perros alrededor de las granjas, y ella, con sus zuecos negros y su cabás, bien abrigadas las manos bajo la manteleta, caminaba ágilmente por mitad de la carretera.

Atravesó el bosque, pasó el Eneinar Alto y llegó a Saint—Satien.

Detrás de ella, envuelta en una nube de polvo y precipitada por la pendiente, la diligencia bajaba a todo galope como una tromba. Viendo que aquella mujer no se apartaba, el conductor se levantó por encima de la capota, el mayoral gritaba también, y los cuatro caballos, que él no podía contener, aceleraban su carrera; los dos delanteros pasaban rozándola, y entonces, con una sacudida de las riendas, logró echarlos hacia la cuneta; pero, furioso, alzó el brazo, y con su gran látigo la cimbró tal golpe desde el vientre a la nuca, que la tumbó de espaldas.

Su primer cuidado apenas recobró el conocimiento fué abrir la cesta. Lulú no se había hecho nada, por fortuna. Sintió como una quemadura en