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Poco más tarde cogió a Lulú, y acercándosele a Felicidad:

Vamos! ¡Despídase de él!

Aunque no fuera un cadáver, los gusanos le devoraban: tenía rota un ala, y por el vientre se le salía la estopa. Pero, ciega ya, le besó en la frente y le estrechó contra su mejilla. La Simona se le llevó otra vez para ponerle en el altar.

Enviaban los prados olor a verano, zumbaban las moscas; el sol hacía brillar el río y caldeaba las pizarras. Durmióse dulcemente la tía Simona.

Dos campanas la despertaron. Era la salida de vísperas. Cedió el delirio de Felicidad, y, pensando en la procesión, la veía como si fuera siguiéndola.

Todos los niños de las escuelas, los cantores y los bomberos iban por las aceras, mientras avanzaban por medio del arroyo, primeramente, el suizo armado de su alabarda, el bedel con una gran cruz, el profesor vigilando los pequeños, la monja inquieta con sus niñas; tres de las más menudas, rizadas como ángeles, arrojaban al aire pétalos de rosa; el diácono, con los brazos separados, contenía a los músicos, y dos turiferarios incensaban a cada paso al Santo Sacramento, que, bajo palio de terciopelo carmesí, conducido por cuatro mayordomos, llevaba el señor cura, relacey De acco