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ranjos en las esquinas y, a todo lo largo, candelabros de plata y vasos de porcelana, en los que se erguían girasoles, lírios, peonías, digitales y manojos de hortensias. Este montón de colores deslumbrantes bajaba oblicuo desde el primer piso hasta el tapiz que se extendía sobre las losas, y en él atraían la mirada muchos objetos raros. Un azucarero de plata sobredorada sostenía una corona de violetas; arracadas de piedras de Alençon brillaban sobre el musgo; dos pantallas japonesas lucían sus paisajes, y Luiú, oculto bajo las rosas, no dejaba ver más que su frente añil, semejante a una placa de lápiz-lázuli.

Mayordomos, chantres y niños situáronse en fila a los tres lados del patio. El sacerdote subió despacio los peldaños, y puso sobre los encajes del altar su gran sol de oro luciente. Todos se arrodillaron. Hubo un momento de silencio. Los incensarios, lanzados a todo vuelo, giraban sobre sus cadenitas.

Transparente vapor azul subió hasta el cuarto de Felicidad. Ensanchó las ventanas de la nariz, aspirando con sensualidad mística, luego cerró los párpados. Sus labios sonreían. Los latidos de su corazón iban retardándose uno a uno, cada vez más vagos, más dulces, como se agota una fuente, como desaparece un eco; y al exhalar el último suspiro creyó ella ver en los cielos, entreabiertos, un papagayo gigantesco volando sobre su cabeza.