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lándole el pie derecho, cayó sobre el cadáver del otro, la cara por encima del abismo y los dos brazos separados.

Descendiendo otra vez a la llanura, siguió un camino de sauces que bordeaba el río. De tiempo en tiempo, las grullas, volando muy bajas, pasaban sobre su cabeza; Julián las derribaba con su fusta, sin fallar una.

Mientras tanto, el aire, ya más tibio, había fundido la escarcha, flotaban jirones de niebla y aparecía el sol. Muy a lo lejos vió relucir un lago congelado que parecía de plomo. En medio del lago había un animal que Julián no conocía, un castor de hocico negro. A pesar de la distancia, una flecha le derribó.

Después avanzó por una avenida de árboles magníficos, que formaban con sus ramas altas como un arco de triunfo a la entrada del bosque. Un corzo saltó de entre la maleza; un gamo apareció en una encrucijada; un tejón salió de su agujero; un pavo hizo la rueda sobre la hierba, y cuando los hubo matado a todos, otros corzos se presentaron, otros gamos, otros tejones, otros pavos, y mirlos, y grajos, y garduñas, y zorros, y puercoespines y linces. Una infinidad de animales, a cada paso más numerosos. Corrían a su alre dedor, temblorosos, con la mirada llena de humildad y de súplica. Pero Julián no se cansaba de matar, manejando unas veces su ballesta, desnudando la espada, clavándoles su cuchilla, sin pensar en nada, sin acordarse de ninguna otra cosa.