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Tendía su mano a los caballeros en los caminos; acercábase con genuflexiones a los segadores, o permanecía inmóvil ante la verja de los patios, y su rostro era tan triste, que nunca se le negó limosna.

Por espíritu de humildad contaba su historia; entonces todos huían, haciendo la señial de la cruz. En los pueblos por donde había pasado ya, tan pronto como le conocían, cerraban las puertas, le gritaban amenazas y le tiraban piedras.

Los más caritativos ponían una escudilla en el reborde de la ventana, y luego cerraban las maderas para no verle.

Rechazado de todos, evitaba a los hombres y se alimentaba de raíces, plantas, frutos caídos y conchas que iba buscando por las playas.

Alguna vez, al descender una cuesta, veía bajo sus ojos una confusión de techos amontonados, con sus flechas de piedra, fuentes, torres, callejas negras entrecruzándose, desde donde subía hasta él un zumbido continuo.

La necesidad de mezclarse a las existencias ajenas le hacía bajar a la ciudad. Pero el aire bestial de las caras, el estruendo de los oficios, la indiferencia de las palabras helaban su corazón. Los días de fiesta, cuando la campana grande llenaba de alegría desde el amanecer a todo el pueblo, él veía salir a los vecinos de sus casas, luego danzas en la plaza, fuentes de cerveza en las esquinas, colgaduras de damasco ante la morada de los príncipes, y al llegar la noche, por los crisCoed y