sobre sus talones, temblaba con todo su cuerpo; sus ojos no brillaban ya, sus úlceras manaban, y con una voz casi extinta, murmuró:
—¡Tu lecho!
Julián le ayudó suavemente hasta la cama, y aún extendió sobre él, para cubrirle, la tela de su barca.
Gemía el leproso. Las comisuras de su boca descubrían los dientes; un estertor acelerado le sacudía el pecho, y a cada aspiración, el vientre se le kundía hasta las vértebras.
Luego cerró los párpados.
—¡Tengo como hielo en los huesos! ¡Ven junto a mí!
Y Julián, separando la tela, se acostó sobre las hojas secas, cerca de él, a su lado.
El leproso volvió la cabeza.
—Desnúdate, para que yo tenga el calor de tu cuerpo!
Julián se quitó sus ropas; luego, desnudo como el día en que nació, volvió a echarse en su camay sintió en los muslos la piel del leproso, más fría que una serpiente y áspera como una lima.
Trató de darle ánimos, y el otro respondía, jadeando:
¡Ay! ¡Voy a morir!... ¡Acércate! ¡Caliéntame! No con las manos, no! ¡Toda tu persona!
Julián se tendió completamente encima, boca contra boca, pecho contra pecho.
Entonces el leproso le estrechó; de pronto, sus ojos fueron claros como estrellas, alargáronse sus iece w De or