a echarse novios absurdos, y que no lea esas novelas disparatadas que lee, y que no hacen sino levantarle los cascos y llenarle la cabeza de humo.
—¡Pero y qué quieres que haga...!
—Pensar con juicio, y darse cuenta de lo que tiene con su hermosura, y saber aprovecharla.
—Pues yo, a su edad...
—¡Vamos, Anacleta, no digas unás necedades! No abres la boca más que para decir majaderías. Tú, a su edad... Tú, a su edad... Mira que te conoci entonces...
—Sí, por desgracia...
Y separábanse los padres de la hermosura para recomenzar al siguiente día una conversación parecida.
Y la pobre Julia sufría, comprendiendo toda la hórrida hondura de los cálculos de su padre. «Me quiere vender—se decía—para salvar sus negocios comprometidos; para salvarse acaso del presidio.» Y así era.
Y por instinto de rebelión, aceptó Julia al primer novio.
—Mira, por Dios, hija mía—le dijo su madre, que ya sé lo que hay, y le he visto rondando la casa, y hacerte señas, y sé que recibiste una carta suya, y que le contestaste...
—¿Y qué voy a hacer, mamá? ¿Vivir como una esclava, prisionera, hasta que venga el sultán a quien papá me venda?
—No digas esas cosas, hija mia...