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Miguel de Unamuno

famia de mi parte si yo no hubiese estado como estaba loca. ¿No es así, señor conde?

—Sí, así es, doña Julia...

—Señora de Gómez—corrigió Alejandro.

Lo que le atribuí a usted, cuando le llamábamos mi marido y yo el michino..., perdónenoslo usted!

—¡Por perdonadol —Lo que le atribuí entonces fué una acción villana e infame, indigna de un caballero como usted...

—¡Muy bien—agregó Alejandro—, muy bien! Acción villana e infame, indigna de un caballero; ¡muy bien!

—Y aunque, como le repito, se me puede y debe excusar en atención a mi estado de entonces, yo quiero, sin embargo, que usted me perdone. ¿Me perdona?

—Sí, sí; le perdono a usted todo; les perdono a ustedes todo—suspiró el conde más muerto que vivo y ansioso de escapar cuanto antes de aquella casa.

A ustedes?le interrumpió Alejandro—. A mí no me tiene usted nada que perdonar.

—¡Es verdad, es verdad!

—Vamos, cálmese—continuó el marido—, que le veo a usted agitado. Tome otra taza de te. Vamos, Julia, sirvele otra taza al señor conde. ¿Quiere usted tila en ella?

—No..., no...

—Pues bueno, ya que mi mujer le dijo lo que tenia que decirle, y usted le ha perdonado su locura, a mí