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Miguel de Unamuno

seguros padres e hija de que ésta sabría ganar con suavidad y maña el corazón de su marido por entero, y que al cabo Raquel misma contribuiría a la felicidad del nuevo matrimonio. ¡Con tal de que se le asegurase la vida y la consideración de las gentes decentes y de bien! No era, después de todo, ni una aventurera vulgar ni una que se hubiese nunca vendido al mejor postor. Su enredo con Juan fué obra de pura pasión, de compasión acaso—pensaban y querían pensar los señores Lapeira.

Pero lo grave del conflicto, lo que ni los padres de la angelical Berta ni nadie en la ciudad—¡y eso que se pretendía conocer a la viudal—podía presumir era que Raquel había hecho firmar a Juan una escritura por la cual los bienes inmuebles todos de éste aparecian comprados por aquélla, y todos los otros valores que poseía estaban a nombre de ella. El pobre Juan no aparecía ya sino como su administrador y apoderado.

Y esto supo la astuta mujer mantenerlo secreto. Y a la vez conocía mejor que nadie el estado de la fortuna de los señores Lapeira.

RAQUEL.—Mira, Juan, dentro de poco, tal vez antes de que os caséis, y en todo caso poco después de vuestra boda, la pequeña fortuna de los padres de Berta, la de tu futura esposa...., esposa, ¿eh?, no mujer, ¡esposa...!, la de tu futura esposa, será mía..., es decir, nuestra...