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El marqués de Lumbría

tidiana, tan consuetudinaria y ritual, como el grunir del río en lo hondo del tajo o como los oficios litúrgicos del cabildo de la catedral. Administraba sus fincas y dehesas, a las que iba en visita, siempre corta, de vez en cuando, y por la noche tenia su partido de tiesillo con el penitenciario, consejero íntimo de la fami ha, un beneficiado y el registrador de la Propiedad. Llegaban a la misma hora, cruzaban la gran puerta, sobre la que se ostentaba la placa del Sagrado Corazón de Jesús con su «Reinaré en España y con más veneración que en otras partes», sentábanse en derredor de la mesita—en invierno una camilla—dispuesta ya, y al dar las diez, como por máquina de reloj, se iban alejando, aunque hubiera puestas, para el siguiente día.

Entre tanto, la marquesa dormitaba y las hijas del marqués hacían labores, leían libros de edificación—acaso otros obtenidos a hurtadillas—o reñían una con otra.

Porque como para matar el tedio que se corría desde el salón cerrado al sol y a las moscas, hasta los muros vestidos de yedra, Carolina y Luisa tenían que reñir. mayor, Carolina, odiaba al sol, como su padre, y se mantenía rigida y observante de las tradiciones de la casa; mientras Luisa gustaba de cantar, de asomarse a las ventanas y los balcones y hasta de criar en éstos flores de tiesto, costumbre plebeya, según el marqués. «No tienes el jardín?», le decía éste a su hija, refiriéndose a un jardincillo anejo al palacio, pero al