— 246 cortado que el General había mudado una vez más de parecer.
Me dió un acceso de cólera; vociferé cuanto se me vino á la boca, apostrofando á Mariano é insultándolo, hasta que cediendo á los ruegos de Ayala, que parecía muy contrariado, me calmé un poco.
Para hacerme callar del todo, me dijo en voz baja:
—No me comprometa, mire que estamos rodeados de espías.
Y esto diciendo me señaló unos indios rotosos y mugrientos en quienes nadie reparaba, que estaban por allí acurrucados y echados de barriga en el suelo, como animales.
Con el alma dolorida é irritado de mi impotencia, entré en mi rancho, llamé al hijito de Araya, y con paternal estudio le preparé á recibir el terrible desengaño.
¡Qué contento estaba !
¡Qué mustio y lloroso quedó!
¡Qué fugaces son las horas de la felicidad!
Le abracé, le acaricié, le rogué por sus padres que tuviera valor; le ofrecí rescatarlo pronto, ofrecimiento que cumplí, y hasta que no le vi resignado á su suerte, no me separé de él.
Al salir de mi rancho, Macías me dijo:
—¿Qué te parece?
—¡ Dios es grande !—le contesté.
Suspiró, y exclamó como dudando de la omnipotencia divina: ¡Dios!...
Yo me dirigí al toldo de Mariano Rosas.
La hora de partir se acercaba.
Camilo Arias me hizo una seña misteriosa.