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Los franciscanos se habían molido un poco.

Su pensamiento dominante era descansar; en tanto hacían un buen asado. Como verdaderos veteranos se echaron, pues, sobre las blandas pajas. Mis ayudantes y yo nos dimos un baño, turbando la quietud de las aves, que se dispersaron volando en todas direcciones, y cuyos nidos saqueamos inhumanamente haciendo in acopio de huevos.

Salimos del agua, junto con las primeras estrellas; nos vestimos de prisa, porque hacía fresco, y ganando el fogón, que á una vara de distancia quemaba, en un momento dejamos de tiritar.

Al rato comíamos, y Mora, mi lenguaraz, nos entretenía contándonos sus aventuras. Ya he dicho quién era en una de mis primeras cartas, y si no estoy trascordado, ofrecí contar su vida.

Mora es un hombrecito como hay muchos, de regular estatura. Un observador vulgar le creería tonto; se pierde de vista. Es gaucho como pocos, astuto, resuelto y rumbeador. No hay ejemplo de que se haya perdido por los campos. En las noches más tenebrosas él marcha rectamente adonde quiere. Cuando vacila se apea, arranca un puñado de pasto, lo prueba y sabe dónde está. Conoce los vientos por el olor. Tiene una re tentiva admirable y el órgano frenológico en que reside la memoria de las localidades muy desarrollado.

Cara y lugar que vió una vez no las olvida jamás. Sólo estudiando con mucha atención su fisonomía se descubre que tiene sangre de indio en las venas. Su pa dre era indio araucano, su madre chilena. Vino mocito con aquél á las tolderías de los Ranqueles, formando parte de una caravana de comerciantes, se enamoró de una china, se enredó con ella, le gustó la vida y se quedó agregado á la tribu de Ramón. En Chile su padre había sido lenguaraz de un jefe fronterizo,